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El inning de la vergüenza

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Larkin (delante) y Griffey Jr. / FOTO tomada de Cuba Contemporánea

Larkin (delante) y Griffey Jr. / FOTO tomada de Cuba Contemporánea

Por Michel Contreras González

Desde 1990, cuando Junior pegó 22 cuadrangulares, el hijo de Ken Griffey empezó a ser un personaje. Y a partir de que un año después consiguiera la centena de impulsadas para una temporada, mucha gente empezó a rendirle culto. Luego hilvanó cinco campañas sucesivas con más de cuarenta bambinazos, y hubo histeria.

Griffey Jr. se ha pasado las últimas dos décadas en los cintillos de la prensa. Su leyenda ha seguido el camino de la espuma, y dondequiera que aparece hay mucho “welcome” admirado y sobredosis de jolgorio. Dondequiera, excepto en Cuba.

Aquí estuvo hasta hace pocas horas, y cada clínica de bateo que impartió, cada implemento deportivo que entregó, cada visita que hizo, fueron sucesos de ningún (casi ningún) interés massmediático. Como si su sola presencia no bastara para aderezar de modo transitorio tanto platillo informativo desabrido…

Lo peor (porque lo vi con estos ojos) ocurrió en Artemisa. La novena de casa recibiría a Industriales, y allá se fue Ken Griffey Jr., acompañado por el ex torpedero y Hall of Famer Barry Larkin, otro que tiene raza de inmortal. Junto a ellos, como si no bastara ya de luces, Joe Logan –otrora lanzador para los Expos- y Natasha Watley, monarca olímpica de softbol en Atenas.

Lo que sigue es la historia de aquel desaguisado…

Cuando los morenos entraron al estadio, la curiosidad sobrevoló los graderíos. “¿Quiénes serán?”. “Unos americanos. ¿No ves la banderita que tienen en la gorra?”. “Ah, sí, verdad. Seguro son de una delegación que está de paso”. Eso hablaban mis vecinos de grada con un desinterés rayano en lo simpático. “Son Ken Griffey Jr. y Barry Larkin, dos estrellas de las Grandes Ligas”, les aclaré, señalando con el índice. “Pal carajo, con lo bueno que fue el Ty Griffin ese”, dijo el más flaco de los dos, enfundado en una larga camiseta verde…

A esas alturas ocurrió el primer desatino. Se esperaba –o mejor, la comitiva extranjera esperaba- que el mítico outfielder de Seattle lanzara la primera bola, pero nunca fue así. Tal parece que hubo un cambio de señas –malditas sean tantas señas para todo lo que se hace en este béisbol- y el desafío fue uno más, sin envío de apertura ni leyenda viva en el montículo. No obstante, quedaba una posibilidad de desagravio con la presentación formal de la visita ante aquel público que repletaba el “26 de Julio”.

Pasó el primer capítulo, pasó el segundo, y la amplificación local nada decía. A todas luces, alguien había ordenado silenciar el acontecimiento, y la gente seguía sin saber que allí estaban, a unos metros escasos, dos tipos legendarios. Todo un caballero, Rey Vicente Anglada hizo gestiones para que se desvelara el absurdo secreto, y al rato regresó con un esperanzado “en el quinto; tal vez lo digan en el quinto inning”.

A esa altura, Griffey Jr. ya había dejado su sello en el encuentro, al regalarle un bate personal a su amigo Tabares. El capitán azul lo estrenó de inmediato con un largo batazo contra el muro de la pradera izquierda, y al poco rato -feliz como un muchacho con su juguete nuevo- se acercó a la tribuna y le dijo al traductor: “Dile que el bate es espectacular, que tiene un bote increíble, que muchísimas gracias”.

En el diamante, la locura se armó tempranamente. El equipo de casa golpeó a Entenza con una seguidilla de batazos, y el griterío se mezcló con el desesperante fárrago de las cornetas. Larkin miraba de vez en vez a las tribunas, como buscando las razones para tanto bullicio. Griffey Jr., en tanto, solo se concentraba en el terreno y su cámara de fotos, una Nikon que disparaba repetidamente cada vez que Yuliesky, Tomás o Cepeda se acercaban a consumir su turno a la ofensiva.

Cerca del cuarto inning, yo seguía esperando el anuncio que le pusiera fin a la vergüenza. Me repetía: “en el quinto, tú verás que en el quinto”, y eso servía de consuelo en medio de aquel juego trepidante donde Logan ya había perdido su inicial pose hierática y sonaba la corneta que algún pillo le vendió con el precio triplicado. A diferencia suya, Larkin continuaba sumergido en el encuentro, Natasha era una esfinge, y Griffey Jr. –como siempre con la gorra al revés- seguía haciendo fotos.

(Su sonrisa, entonces me di cuenta, es como la de Pedro Luis Lazo: tiene ese magnetismo que propicia la comunicación. Griffey ríe, y a su alrededor la gente, habitualmente, ríe. Algo de niño queda en su mirada, y algo de niño aflora cada vez que menciona a su padre con ese “my dad” ahíto de alegría. Algo que hace que, pese a sus más de seis pies de estatura y sus espaldas de obrero portuario, no le siente ridículo el apodo de Junior).

Industriales había reaccionado, y al arribar el capítulo cinco el duelo iba parejo. Yo esperaba. Anglada, supongo, también. Hubo un instante en que por el audio se oyó un “atención” que me hizo creer que la justicia tocaba a la puerta. Pero lo único que se oyó decir fue que el jefe de transporte de Bahía Honda debía presentarse no sé dónde, y ya fue todo.

Nada pasó en el quinto. Y nada iba a pasar –era evidente- en el resto del choque. La patética orden había sido acatada a pie juntillas, y la visita -ninguneada por alguien que nunca sabrá la ocasión de que privaba al público- recogió lentamente sus pomos de agua, sus mochilas, sus cosas, y salió del estadio. Afuera, varios peloteros de Industriales habían salido a la carrera para fotografiarse, y fueron complacidos con amabilidad. Adentro, seguía el juego.

“¿Viste qué rápido se fueron? Parece que a Ty Griffin no le gustaron los equipos”, me dijo el flaco de la camiseta exagerada, y yo afirmé con un leve movimiento de cabeza. Mientras guardaba el bloc de notas, pensaba que esa tarde había marcado un episodio insólito en la vida reciente de aquel pelotero al que alguien, con toda razón, bautizó como The Natural. Un episodio vergonzoso, descortés, irrepetible, consistente en desconocer toda su gloria con una ignorancia alevosa.

Fue como si Plácido Domingo pasara inadvertido cuando asiste al estreno de una ópera, o como si nadie en todo el cine reparara que en la segunda fila -las manos repletas de palomitas de maíz- se sienta Woody Allen. (tomado de Cuba Contemporánea)


Archivado en: Noticias Tagged: Barry Larkin, baseball, beisbol, cuba, hall fame, Ken Griffey, major league, mlb, pelota, usa

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