El “Profesor” y sus alumnos acaban de recibir una clase de alto béisbol impartida por universitarios norteamericanos. Para ser más exactos, cinco conferencias magistrales de pitcheo, domino del ABC de la pelota, un poco de oportuna ofensiva y manejo coherente de las estrategias de juego. Es decir, cinco lecciones públicas –y prácticas- que enseñan más que un año de preparación o una tonelada de palabras huecas.
De los norteamericanos no voy a hablar porque todos sabemos que son prospectos rumbo a un béisbol superior (algo muy diferente a los nuestros) y aun así tienen mejores argumentos que los cubanos. Ahora urge mirar el lado nuestro, el de los múltiples fracasos, no este ocasional de desaciertos en el terreno o en el puesto de mando.
La dura realidad nos obliga a echar a un lado el falso orgullo (exacerbado por años en un enfrentamiento entre los buenos y los malos) y aceptar sin hipocresía que nuestras lagunas son mares, que nuestros jugadores necesitan una formación más exquisita desde la base, porque ¿cómo no vamos a ser capaces de jugar bien a la pelota si nacemos con esta de almohada y nos vanagloriamos de más de 100 años en su práctica?
Me resisto a creer que “lo único negativo del certamen fueron las cinco derrotas”, como lo resumió superficialmente el manager Víctor Mesa Martínez.; aunque para ser sincero ¿de qué serviría ganar uno, dos o tres desafíos si en el fondo sabemos que nuestra pelota ya no es de cuero y está zurcida con hilos deshechos?
No es habitual ver a nuestros jugadores desbordar adrenalina, gozar cada jugada, deshacerse de esa máscara amarga que caricaturiza sus rostros (tengo la ligera impresión que la pelota en Cuba no se juega, se sufre).
No es nuevo que un bateador se quede mirando la bola para “disfrutar” lo que creyó era un jonrón y luego cueste caro no alcanzar una base más o que un corredor sea sorprendido en posición anotadora por indecisión, en un momento clave. ¡No!, no es la primera vez que ocurre.
No es inusual que caiga un fly unos metros de un fildeador o detrás de un primera base (que no es tal) o que otro elevado pique a los pies de otro inicialista (que tampoco lo es). ¡No!; lo hemos visto muchas veces.
No es ajeno que relevistas vengan a trabajar en instantes decisivos y sean recibidos como villanos, con estacazos; porque sí es habitual que los abridores sean relevistas y los relevistas abridores, y eso parece no importar.
No es costumbre asistir a un recital de rectas de -o más de- 95 millas todos los días y rompimientos incómodos (si es común cargar con un saco de ponches cuando esto ocurre).
No es una sorpresa que escaseen los receptores de alto calibre, sobre todo defensivos (la salida de Pestano destapó la Caja de Pandora) y es muy reiterativo que los equipos se manejen de manera incoherente, incluso que su conformación no tenga un fundamento lógico.
Estas enumeraciones -acotadas en extremo- son el vivo reflejo de nuestra desvencijada cotidianeidad; así jugamos la serie nacional. Por eso el tope Cuba-USA solo es un oportuno pretexto para recordar que es imprescindible perfeccionarnos desde la cuna, si pretendemos tener atletas con la profesionalidad de estos chicos de 19 o 20 años de edad y técnicos que demuestren coherencia en el terreno y sean fieles a una filosofía.
Mientras sigamos mirando al béisbol como al torneo de turno los rivales –ya sean universitarios, profesionales o semi pro- van a seguir dándonos lecciones como la que acaba de ofrecerle el Collegiate National Team de Estados Unidos al “profesor”, a sus alumnos y al béisbol cubano.
Y en esto todo somos responsables.
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